lunes, 12 de octubre de 2009





El día que mató a su padre, había en el aire un ambiente extraño, como de olor a nenúfares, y caía una llovizna fina y gris, que daba a entender un futuro mas gris aún que la propia lluvia. El adolescente inquieto se pasó la mañana desechando posibilidades; la soga, el cincel, el arsénico, la ventana, el hacha, la pistola. Había soñado con narcisos y superhombres, justo antes de la pesadilla del resplandor al final del pasillo, asi que cuando despertó, además de ponerse a descartar opciones como quien deshoja margaritas, se lavó la cara en agua fría, y como los recuerdos no se le borraban, descargó en la bañera todos los cubitos de hielo que encontró en el congelador, y se zambulló para ver si así aquel peligroso fuego que le invadía los pensamientos se evadía.
Cuando salió de la ducha, se quedó embobado frente al espejo, porque no era él, porque no se reconocía ni a si mismo, y como se le había olvidado secarse, llenó todo el suelo de aquel agua, que también ardía como mismisimas ascuas traidas del infierno. Pero no se le ocurrió secarlo ni apartarse, sino que allí de pie, fantaseó de nuevo con cómo su padre se deslizaría por aquel suelo húmedo y se abriría la frente contra el borde del lavabo, y la blancura se volvería carmesí, y los azulejos pálidos con flores azules se llenarían de sangre y ésta se distribuiría por las rendijas ocupando todo el baño en un lento pero seguro avanzar.
Lo siguiente que hizo fue sentarse en el pasillo, desnudo como estaba, y encender un cigarrillo de aquellos que tanto asco le daban. No fumaba, pero ya que el calor no se iba de sus neuronas, y que lo iba a matar, decidió que tendría que hacer todas esas cosas que de otra forma no hubiera hecho, por aquello de la cárcel o la venganza. Asi que sin pensarselo más, y con aquel cigarrillo pudríendosele en la boca porque el que echaba humo era él y no el cigarro, y no se había dado ni cuenta, fue a la cocina y rompió todas y cada una de las copas que encontró en el armario, y tiró al suelo la cubertería primero, y despues los cajones enteros y lanzó los platos llanos contra las ventanas y los hondos contra las paredes y hasta aquellos platos de la comunión de su abuelo que llevaban allí infinidad de años se hicieron trizas, y curiosamente, brillaban de puro calor, y se iban fundiendo hasta después de caer al suelo.
Corrió por la casa sin ser dueño de si mismo y hacha en mano se encargó de las televisiones primero, y después de los cables, y luego de todos los aparatos eléctricos que encontraba, y aquello no dejaba de agradarle porque saltaban chispas y era como si viera reflejado su propio cerebro, y la culpa la tenía su padre y no él.
Pero hubo de aburrirse hasta de la misma destrucción y se sentó contra una pared. Estaba triste, pero no lloraba, porque las lágrimas se evaporaban y no terminaban nunca de caer, y la cabeza le dolía, y el corazón le estallaba, pero en el fondo, no se había librado de esa esclavitud de todos los días, de certezas que nunca acaban de llegar y pensamientos que se esfuman sin llegar a condensarse, como sus propias lágrimas.
Asi que sin nada más que perder ni que ganar, y con la sensación de vacío en el estómago y de vapor en la memoria, se dirigió por fin a su destino y no llevó el hacha ni el cincel ni el arsénico ni la soga, porque su padre le esperaba allí, colgado en la pared y con la mirada perdida, en el último retrato que de él quedaba en la casa.
Y al desmontar el cuadro y agarrar el papel con rabia mientras veía a su padre convertirse en cenizas, se preguntó, una vez más, por qué.
Justo después, murió.

2 comentarios:

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